Hay lugares que enamoran incluso al más apático de los viajeros. Cachote,
por ejemplo. A unos 1,200 metros sobre el nivel del mar, en la reserva
ecológica Padre Miguel Fuerte, el pueblito se encuentra más o menos en el
centro (algo al sureste) de la provincia de Barahona, a 15 kilómetros de La
Ciénaga y a 25 de Paraíso.
Aquí, en medio del bosque húmedo, viven unas 30 familias. Una pequeña
cooperativa local administra un centro ecoturístico que ofrece estadía en
cabañas ecológicas, acampadas, caminatas por senderos temáticos, contemplación
de aves, paseos en vehículo todo terreno y excursiones a nacimientos de ríos.
Nada extraño para los experimentados viajeros que ya han recorrido buena parte
del país. Pero, ay, no hay forma de llegar hasta Cachote y no quedar prendado
de la loma y de su gente.
A medida que el vehículo se adentra en esa zona del Bahoruco Oriental,
llegan a la mente imágenes de la comunidad de los hobbits, del Señor de los
Anillos. Una espera que, de un momento a otro, salten de repente pequeños elfos
o gnomos al centro del camino blanco y empedrado y nos impidan pasar, muertos
de risa, a menos que les paguemos un peaje por dejarnos disfrutar de sus
tesoros naturales.
La culpa es del verde: el de las laderas suaves de las primeras colinas,
el de los helechos gigantes que franquean los senderos, el de los pinos que
crecen altísimos, el de esos árboles cargados de guajaca cuyos nombres nunca
llegan a tiempo. Es como si el verde se pudiera respirar. En serio.
¿Y las flores silvestres? ¡Un deleite para los fotógrafos, como toda la
zona! Las hay de todos los colores y de todas las formas. Y está el centro, con
sus cabañas de madera oscura y modesto inmobiliario; el enorme comedor pegado a
la cocina de la que salen criollos olores y el patio salpicado de rosas,
bromelias, crotos y caprichos.
Como la noche suele adelantarse y a la temperatura le da por registrar
entre 7 y 10 grados Celsius en las madrugadas, es casi obligatorio tomar jengibre
alrededor de una fogata y reír con los cuentos del grupo. La estampa queda
registrada en la memoria: las luces del fuego, el crispar de los troncos al
quemarse, el rumor de las risas. Tampoco es posible olvidar el recuerdo del
frío nocturno que taladrael cuerpo envuelto en mantas, ni el concierto
sinfónico que aves, grillos y sapos regalan al visitante.
Si prefiere la soledad, reflexionar, embobarse con la naturaleza, caminar
horas muertas entre matorrales o posar los ojos en las ramas de los árboles hasta
que asomen los colores de unas 30 especies de aves, ¡bienvenido al paraíso!
Luego llegue hasta el pueblito, comparta con su gente y conozca a
Francisco Asmar, su fundador. Pregúntele por qué la loma se llama así y por qué
decidió mudarse a este lugar hace ya 60 años. Y entonces entenderá por qué
decimos que es imposible no enamorarse de esa loma llamada Cachote.
Publicado por Yalo